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Yuval Noah Harari: “Toda crisis ofrece también una oportunidad”

El historiador israelí Yuval Noah Harari, autor de Sapiens – Breve historia de la humanidad, expone en El Correo de la UNESCO cuáles pueden ser las consecuencias de la actual crisis sanitaria mundial y aboga por reforzar la cooperación científica internacional, así como por el aprovechamiento compartido de la información entre todos los países.

 

¿Por qué esta grave crisis sanitaria difiere de las anteriores y qué nos enseña?

 

A decir verdad, no me cabe la certeza de que nos hallemos ante la crisis sanitaria más grave que la humanidad haya tenido que afrontar. La epidemia de gripe del bienio 1918-1919 fue peor, la del sida probablemente también y otro tanto podemos decir de pandemias que se produjeron en otras épocas de la historia. En realidad, la pandemia actual es más benigna si la comparamos con otras anteriores. A comienzos del decenio de 1980, si se contraía el sida el fallecimiento era inevitable. La peste negra que asoló Europa entre 1347 y 1351 causó la muerte de un 25% a un 50% de las poblaciones afectadas, y la gripe de 1918 aniquiló al 10% de la población total de algunos países. En cambio, el COVID-19 solo está acabando con la vida de menos de un 5% de las personas infectadas y es poco probable que mate a más del 1% de la población de cualquier país del mundo, a no ser que el virus experimente una mutación peligrosa.

 

Además, hoy en día contamos con los conocimientos científicos e instrumentos tecnológicos requeridos para vencer la actual epidemia, cosa que no ocurría antaño. Por ejemplo, ante la peste negra la gente se vio completamente inerme y nunca se descubrió cómo protegerse contra ella, ni de qué manera erradicarla. La facultad de medicina de la Universidad de París creía en 1348 que esta epidemia había sido provocada por un evento astrológico consistente en “la conjunción excepcional de tres planetas en el signo de Acuario de la esfera celeste [que trajo consigo] una putrefacción mortal del aire” (cita extraída de la obra The Black Death de Rosemary Horrox, Manchester University Press, 1994, pág. 159).

 

En cambio, cuando el COVID-19 surgió los científicos solamente han tardado dos semanas en identificarlo, en secuenciar la totalidad de su genoma y en elaborar pruebas fiables para detectarlo. Sabemos ya qué es preciso hacer para frenar la enfermedad y es probable que, de aquí a uno o dos años, podamos disponer de una vacuna contra ella.

 

Pero el COVID-19 no ha provocado solamente una grave crisis sanitaria. Ha generado, al mismo tiempo, una enorme crisis económica y política. Más que el virus, me atemorizan los demonios que agitan el alma de la humanidad: el odio, la codicia y la ignorancia. Si la gente achaca a los extranjeros y las minorías la responsabilidad de la epidemia, si las empresas ávidas de ganancias solo se preocupan por obtener beneficios y si damos crédito a toda suerte de teorías conspiratorias, será mucho más difícil vencer al virus y tendremos que vivir después en un mundo envenenado por ese odio, esa codicia y esa ignorancia. Por el contrario, si recurrimos a la solidaridad y generosidad internacionales para combatir la epidemia y si confiamos en la ciencia, desechando las teorías de la conspiración, tengo la convicción de que podremos superar la crisis e incluso salir mucho más fortalecidos.

 

¿Hasta qué punto el distanciamiento social puede llegar convertirse en una norma? ¿Cuáles serían las repercusiones en la sociedad?

 

Es imprescindible adoptar determinadas medidas de distanciamiento social mientras dure la crisis. El virus se propaga explotando los instintos humanos más nobles. Somos animales sociales por definición y nos gusta el contacto con los demás, sobre todo cuando atravesamos por periodos difíciles. Si familiares, amigos o vecinos nuestros enferman, sentimos compasión por ellos y queremos ayudarles. El virus se aprovecha de esto en contra nuestra y así es como se propaga. De ahí que debamos guiarnos ante todo por la razón y no tanto por los sentimientos, y de ahí también que debamos restringir nuestros contactos pese a las dificultades que esto entraña. El virus es una información genética totalmente desprovista de razón, mientras que los seres humanos somos capaces de analizar las situaciones racionalmente y modificar nuestro comportamiento en consecuencia. Creo que cuando salgamos de la crisis, comprobaremos que no se han producido efectos que alteren nuestros instintos humanos básicos. Seguiremos siendo animales sociales, nos seguirá gustando el contacto con los demás y seguiremos acudiendo en ayuda de nuestros familiares y amigos.

 

Veamos, por ejemplo, lo que ocurrió después de la epidemia del sida con el colectivo LGBTI (lesbiana, gay, bisexual, transgénero e intersexual). Esta enfermedad fue terrible para los homosexuales que, en muchos casos, fueron abandonados por las autoridades gubernamentales. Sin embargo, en lugar de desintegrar a esta comunidad, el sida la fortaleció. Cuando la crisis llegó a su momento culminante, numerosos voluntarios del colectivo LGTBI ya habían creado múltiples asociaciones para ayudar a los enfermos, difundir información fiable y luchar por la conquista de sus derechos políticos y sociales. En el decenio de 1990, una vez que quedaron atrás los peores años de la epidemia, esta comunidad se había robustecido en muchos países.

 

Es bien sabido que la UNESCO se creó tras la Segunda Guerra Mundial para, entre otros fines, promover la cooperación científica e intelectual entre las naciones mediante la libre circulación de los conocimientos y las ideas. En opinión suya, ¿cómo se va a configurar la cooperación internacional en los ámbitos de la ciencia y la información cuando finalice la crisis actual? ¿Podrá salir reforzada esa libre circulación?

 

La gran ventaja que tienen las naciones contra el coronavirus es su capacidad de cooperar con eficacia. Un virus propagado en China y un virus propagado en Estados Unidos no pueden asesorarse entre sí sobre el modo de infectar a los seres humanos. Sin embargo, China y Estados Unidos sí pueden intercambiar información muy valiosa sobre los virus y los modos de contrarrestarlos. China podría incluso enviar expertos y equipamientos para ayudar a Estados Unidos y este país, a su vez, podría prestar ayuda a otros. Naturalmente, los virus no pueden hacer algo semejante.

 

El aprovechamiento compartido de información quizás sea la forma de cooperación más importante, ya que nada se puede hacer cuando no se dispone de datos exactos y precisos. Sin datos fiables es imposible elaborar medicamentos. Incluso la protección contra los virus depende de la información. Si no se comprende de qué manera se propaga una enfermedad, ¿cómo es posible confinar a las poblaciones para protegerlas?

 

Por ejemplo, el modo de precaverse contra el sida difiere mucho de la manera de protegerse contra el COVID-19. En el primer caso es necesario utilizar un preservativo en las relaciones sexuales, pero es perfectamente posible conversar con una persona seropositiva cara a cara e incluso abrazarla. En cambio, en el caso del COVID-19 la situación es muy diferente. Para saber cómo es necesario protegerse es preciso disponer de datos e información fiables sobre el causante de la enfermedad. ¿La provoca un virus o una bacteria? ¿Se contagia por vía sanguínea o respiratoria? ¿Es peligrosa para los niños, o para las personas de edad? ¿Hay una sola cepa del virus, o existen varias cepas mutantes?

 

En los últimos años, dirigentes autoritarios y populistas no solo han intentado obstaculizar la libre circulación de la información, sino que han tratado también de minar la confianza de la opinión pública en la ciencia. Algunos líderes políticos han tachado a los científicos de ser una élite siniestra desligada por completo de la ciudadanía común y corriente. Han alentado a sus partidarios a no hacer caso de lo que nos dice la ciencia sobre el cambio climático, e incluso sobre las vacunas. Hoy en día, tendría que resultar evidente para todos que esos discursos populistas son extremadamente peligrosos. En periodos de crisis, es necesario que la información circule libremente y que la población confíe en los expertos científicos y desoiga a los políticos demagogos.

 

Por fortuna, podemos observar que en la situación actual la mayoría de la gente hace caso a la ciencia. La Iglesia Católica pide a sus fieles que no frecuenten los templos. Israel clausura las sinagogas. La República Islámica de Irán sanciona a todos los que acuden a las mezquitas. Los adeptos a otras religiones y sectas de toda índole suspenden sus celebraciones públicas. Y todo esto se debe a que los científicos, después de haber hecho cálculos, han recomendado que se cierren los lugares de culto.

 

Cabe esperar que al final de la crisis la gente siga teniendo bien presente cuán importante es la información científica, y que en tiempos normales se debe invertir más en la investigación en ciencias si se quiere disponer de datos fiables en futuras épocas de crisis. La información científica no cae del cielo y no germina como por ensalmo en la mente de algunos genios, sino que se debe a la existencia de instituciones independientes como universidades, hospitales y órganos de prensa. Estas instituciones investigan la verdad y, además, gozan de libertad para decírsela al público sin temor a ser sancionadas por un régimen autoritario. Aunque es necesario que transcurran años para que este tipo de organismos consoliden su fiabilidad e independencia una vez creados, merece la pena esa larga espera. En efecto, las sociedades que proporcionan información científica acreditada a sus ciudadanos apoyándose en instituciones independientes sólidas, pueden combatir una epidemia con más eficacia que las dictaduras despóticas, ya que para perpetuarse éstas se ven obligadas a ejercer un control permanente sobre poblaciones mantenidas en la ignorancia.

 

Por ejemplo, ¿cómo se puede lograr que millones de personas se laven a diario las manos con jabón? Se puede, desde luego, poner a un policía o instalar una videocámara en todos los servicios higiénicos para sancionar a quienes no lo hagan. Pero también se puede enseñar a los escolares qué son las bacterias y virus patógenos y explicarles que se pueden eliminar con el jabón, dando luego a la población en general un amplio margen de confianza para que se forje su propia opinión sobre la necesidad de esta práctica. ¿Cuál de los dos métodos les parece mejor?

 

¿Cuál es la importancia de que los países cooperen entre sí para difundir información fiable?

 

Los países no solo deben compartir información sobre cuestiones estrictamente médicas, sino que han de abordar muchas otras más, desde las repercusiones económicas de las crisis sanitarias hasta el problema de la salud mental de los ciudadanos. Supongamos que en un determinado país se esté examinando hoy qué clase de política de confinamiento se debe adoptar. Naturalmente, será necesario que tenga en cuenta la propagación de la enfermedad, pero también los costos económicos y psicológicos del confinamiento. Como otras naciones ya han afrontado antes ese problema y han adoptado políticas diferentes, el país que proyecte ahora una política de confinamiento puede examinar, sin basarse en meras especulaciones y sin repetir errores, qué consecuencias reales han tenido las diversas prácticas de confinamiento aplicadas en China, Italia, el Reino Unido, la República de Corea o Suecia, por ejemplo. Esto le servirá para tomar decisiones más acertadas. No obstante, para que así sea todos los países deben informar con honradez del número de contagios y defunciones, así como de la repercusión de las medidas de confinamiento en sus economías y en la salud mental de sus ciudadanos.

 

Con el surgimiento de la inteligencia artificial y la necesidad de hallar soluciones técnicas las empresas privadas han hecho su entrada en este ámbito. Habida cuenta de ese contexto, ¿es posible todavía elaborar principios éticos mundiales y restaurar la cooperación internacional en este campo?

 

El hecho de que las empresas privadas se hayan involucrado en ese ámbito hace que sea más importante aún la tarea de concebir principios éticos mundiales y restaurar la cooperación internacional. Como sabemos que algunas de esas empresas se guían más por la obtención de beneficios que por la solidaridad, es preciso reglamentar escrupulosamente sus actividades. A este respecto conviene señalar que incluso las empresas sin fines lucrativos no tienen que rendir cuentas al público directamente. Por eso, es peligroso permitirles que acumulen demasiado poder.

 

Esto es verdad sobre todo en el ámbito de la vigilancia. Hoy en día, estamos presenciando en todo el mundo la implantación de sistemas estatales y empresariales de vigilancia. La crisis actual podría entrañar un cambio muy importante en la evolución de esta práctica por dos motivos: en primer lugar, porque podría legitimar y normalizar un despliegue masivo de instrumentos de vigilancia en países que hasta ahora lo han rechazado; en segundo lugar, y esto es mucho más importante, porque podría provocar una transición brusca de la actual vigilancia “epidérmica” a otra de carácter “intradérmico”.

 

Antes, los gobiernos y las empresas vigilaban sobre todo nuestros actos, controlando adónde íbamos y con qué personas nos encontrábamos, pero hoy parecen interesarse más por averiguar lo que ocurre dentro nuestro cuerpo, por ejemplo qué estado de salud, temperatura y tensión arterial tenemos. Al acopiar esta clase de datos biométricos, los gobiernos y las empresas pueden saber sobre nosotros mucho más de lo que hasta ahora podían conocer.

 

¿Puede darnos ejemplos de principios éticos susceptibles de servir de orientación para una reglamentación de esos sistemas de vigilancia?

 

Lo ideal sería que un sistema de vigilancia biométrica funcionara bajo el control de una autoridad sanitaria especial, en vez de dejarlo en manos de una empresa privada o de los servicios de información estatales. Esa autoridad tendría que centrarse en la prevención de epidemias y carecer por completo de intereses comerciales o políticos. Me consterna oír a gente que compara la crisis actual con una guerra y reclama que sean los servicios de información estatales quienes asuman su gestión. No estamos ante una guerra, sino ante una crisis sanitaria. No hay enemigos a los que haya que matar, sino enfermos a los que es preciso curar. La imagen predominante que se tiene de la guerra es la de un soldado apuntando con un fusil. En la situación actual, la imagen que debemos tener presente en nuestras mentes es la de una enfermera cambiando las sábanas de una cama de hospital. La mentalidad de los soldados difiere mucho de la de las enfermeras, y cuando se quiera dar a alguien el control de una crisis sanitaria no habrá que ponerla en manos de los militares, sino del personal sanitario.

 

La autoridad sanitaria a la que me refiero tendrá que acopiar el mínimo necesario de datos para cumplir con la tarea específica de prevenir epidemias y no los comunicará a otros organismos gubernamentales, en particular a los policiales. Tampoco los compartirá con empresas privadas, y se asegurará de que los datos individuales recogidos nunca se manipularán ni utilizarán en perjuicio de las personas interesadas, a fin de evitar que éstas pierdan su empleo o el beneficio de un seguro al que tengan derecho.

 

Esa autoridad podría comunicar sus datos a los centros de investigación científica, pero a condición de que los resultados obtenidos se pongan gratuitamente a disposición del conjunto de la humanidad y de que las eventuales ganancias accesorias obtenidas se reinviertan en la mejora de los sistemas de salud pública.

 

En el caso de las personas interesadas, en cambio, no se deben imponer restricciones a la comunicación de los datos individuales que les atañen. Al contrario, deben gozar de una facultad de control máxima sobre ellos, así como de plena libertad para consultarlos y beneficiarse de estos.

 

Por último, debo decir que, si bien es probable que los sistemas de vigilancia sean nacionales, las autoridades sanitarias de los diferentes países deben colaborar entre sí para conseguir la prevención eficaz de las epidemias. Dado que los patógenos no conocen fronteras, será difícil detectar y frenar las pandemias si no se comunican e intercambian los datos que cada país posea. Si la vigilancia en cada país la lleva a cabo una autoridad sanitaria independiente, sin intereses políticos o comerciales, será mucho más fácil que las distintas autoridades nacionales cooperen a escala mundial.

 

Dice usted que ha observado recientemente un rápido deterioro de la confianza en el sistema internacional de cooperación multilateral. En su opinión, ¿qué cambios profundos podrán influir en éste?

 

No puedo vaticinar el futuro porque depende de las decisiones por las que optemos ahora. Los países pueden optar por competir entre sí para acaparar los recursos que escasean y aplicar políticas egoístas y aislacionistas, o escoger la vía de la ayuda mutua imbuidos por un espíritu de solidaridad mundial. De lo que escojan dependerá no solo el rumbo que siga la crisis actual, sino también el del sistema internacional de cooperación multilateral en los años venideros. 

 

Espero que los países opten por la solidaridad y la cooperación, porque no se puede poner un término a la presente epidemia sin una estrecha colaboración entre todas las naciones. Aunque un país consiga poner un término a la epidemia actual en su territorio durante un periodo determinado, si la enfermedad se sigue propagando fuera de sus fronteras volverá a ser una plaga que afecte a todo el mundo, incluso con mayor gravedad, porque los virus mutan constantemente. La mutación de un virus en cualquier país puede hacerlo más contagioso o mortífero, y poner en peligro al conjunto de la humanidad. Solo hay un medio efectivo de defensa: coadyuvar a la protección de todos los seres humanos. 

 

Lo mismo ocurre con la crisis económica. Si cada país se dedica a defender sus intereses exclusivamente, se provocará una recesión gravísima en todo el mundo. Los países ricos como Estados Unidos, Alemania y Japón, por ejemplo, podrán de un modo u otro salir más o menos airosos de ella. Sin embargo, las naciones pobres de África, América Latina y Asia corren el riesgo de hundirse por completo. Estados Unidos puede permitirse el lujo de financiar con dos billones de dólares un plan de rescate de su economía, pero países como Ecuador, Nigeria, Pakistán y otros muchos más, no cuentan con recursos semejantes. Lo que necesitamos es un plan de rescate económico mundial. 

 

Es de lamentar que, pese a ser necesario, todavía no haya surgido un liderazgo mundial resuelto y audaz. Estados Unidos asumió en 2008 un papel de líder mundial durante la crisis financiera y en 2014 durante la epidemia causada por el virus del ébola, pero ahora ha desistido de cumplir esa función. El gobierno de Trump ha dado a entender claramente que solo se preocupa por su país y ha llegado a desligarse de sus más fieles aliados de Europa Occidental. Aunque Estados Unidos decidiera elaborar ahora un plan mundial del tipo que fuese, ¿quién iba a confiar en él?, ¿quién seguiría su ejemplo?, ¿quién prestaría su apoyo a un dirigente cuyo lema es “Yo primero”? 

 

No obstante, como toda crisis ofrece también una oportunidad, es de esperar que la crisis sanitaria actual sirva para que la humanidad cobre conciencia del grave peligro que representa la desunión de las naciones. Si esta crisis desemboca en un fortalecimiento de la cooperación internacional, no solo representará una victoria contra el coronavirus, sino también contra los demás peligros que acechan a la humanidad, desde el cambio climático hasta la guerra nuclear. 

 

Usted opina que las decisiones por las que optemos ahora van a influir en la economía, la política y la cultura de las sociedades humanas en los años venideros. ¿A qué opciones se refiere y quiénes serán los responsables de ellas? 

 

Nos hallamos ante múltiples opciones. No se trata solamente de escoger entre la solidaridad internacional y el aislacionismo nacionalista. También será muy importante saber si para afrontar la crisis los ciudadanos optarán por seguir confiando en la democracia, o por apoyar el ascenso de regímenes dictatoriales. Asimismo, se plantean otros interrogantes en materia de opciones: ¿adónde irán a parar los miles de millones que van a gastar los gobiernos para ayudar a las empresas con dificultades, a manos de empresas pequeñas y familiares o de grandes corporaciones? y ¿se aprovechará el aumento del teletrabajo y de las comunicaciones en línea para aplastar el sindicalismo, o para garantizar una mejor protección de los trabajadores?

 

Todas las decisiones que se adopten al respecto son políticas. Es menester cobrar conciencia de que la crisis actual, además de sanitaria, es política. Los medios informativos y los ciudadanos no tienen que dejarse absorber totalmente por la epidemia. Por supuesto que es importante seguir al día las informaciones relativas a ella para saber cuántas personas se han contagiado o han muerto, pero es igualmente importante estar al tanto de la situación política para incitar a los gobiernos a que tomen decisiones correctas. La ciudadanía tiene que presionarles para que actúen con un espíritu de solidaridad internacional, para que cooperen con otros países en vez de lanzar acusaciones contra ellos, para que distribuyan equitativamente los fondos de ayuda, y también para que preserven el control y el equilibrio de los poderes democráticos, aunque se haya decretado el estado de alarma.  

         

Ahora es cuando se deben ejercer esas presiones. En efecto, sean cuales fueren los gobiernos que se elijan en los próximos años, no estarán en condiciones de anular las decisiones políticas que se tomen hoy. A los que lleguen a ser presidentes en 2021 les ocurrirá como a los invitados que llegan al final de una fiesta, solo les quedará fregar los platos sucios. Verán que sus países están endeudados hasta el cuello porque los gobiernos anteriores se han visto obligados a distribuir decenas de miles de millones de dólares. No podrán volver a reestructurar el mercado de trabajo partiendo de cero porque sus antecesores ya lo habrán reestructurado. Tampoco podrán suprimir de la noche a la mañana los nuevos sistemas de vigilancia que hayan implantado sus predecesores. Por eso no hay que esperar a que llegue 2021. Desde ahora mismo es necesario vigilar qué clase de decisiones están adoptando hoy los dirigentes políticos. 

 

Las ideas y opiniones expresadas en esta entrevista no son necesariamente las de la UNESCO y no comprometen en modo alguno a la Organización. 

 

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